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7 de 12: El poder de nombrar

  • periodista2014
  • Jan 24, 2015
  • 7 min read

(Foto: Jeanette Mauricio)

Mi séptima quimio fue el lunes 19 de enero. Nada nuevo que decir. Todo rutina. Pero ésta semana tuve 2 cenas en casa y en ambas tocó hablar de mi enfermedad. Hablar, nombrar, decir lo que me gusta, lo que me molesta, lo que me da miedo. Me sorprendió hasta a mi misma. Y quizá sólo a mi me vino bien.


La primera cena fue inesperada. La madre de mi pareja trabaja en un colegio cerca de donde vivimos y lo que era una autoinvitación para tomar un café se convirtió en una cena. Recordemos que aquí las cenas son tempranos. Cinco, seis de la tarde es la hora de cenar en Noruega. Quizá los viernes y/o fines de semana se puede permitir tener una cena en horarios distintos.


Cuando ella llegó a casa los tres nos sentamos en el salón. Hablamos de todo pero llegó un momento donde las preguntas sobre mi tratamiento fueron cayendo una tras otra. Empiezo diciendo que me siento bien. Conforme voy hablando me siento como si mi cuerpo fuera agua en reposo. Tranquila. Pero cuando me hablan de la operación, cuando me preguntan por la operación, siento que esa agua deja de ser tranquila y se van creando olas en mi interior. Remolinos de agua que van agitándose hasta querer desbordarse. Es hablar de operación y el agua quiere desbordarse por mis ojos. Quiero llorar. ¿A qué es a lo que le tienes miedo?, me preguntó la madre de mi pareja. No podía hablar. Las olas internas iban en aumento. El agua empezaba a desbordarse. No podía hablar.


Ella nos contó que hace dos años estuvo en una sala de operación. Tampoco quería estar ahí -dijo- e incluso estando ya ingresada no podía controlar las ganas de llorar. Ella cuenta que se atrevió a preguntarse qué le molestaba, a qué venían esas lágrimas. Tuvo el valor de confesarse que tenía miedo a morir, a que la anestesia fuera de más. Tenía miedo a morir -dijo mientras yo sentía como las olas cubrían mis pupilas -; entonces cogí a la enfermera y le pedí que me explicara todo de nuevo. Le dije mis miedos. Claro que ella me dijo que no iba a pasar nada, pero yo tenía miedo -dijo-. Para ella es una rutina -dije yo- lo ve todos los días pero para tí no era lo común. Exacto -dijo ella-, le pedí que me explicara de los riesgos, lo que va a pasar y empecé a sentirme menos y menos nerviosa. No sé tú a qué le tengas miedo, pero no ignores el sentimiento, pregúntatelo y pide información, así los miedos se hacen más pequeños, dijo ella y después de un silencio nos fuimos a la cocina a preparar la cena.


La segunda cena fue con una pareja. Él había trabajado antes con mi pareja. Ella había tenido cáncer de mamá. Ahora ella está a la espera de la operación reconstructiva. Era la primera vez que la veía, y la segunda que lo veía a él. La cena fue estupenda. Empezamos hablando de otras cosas. Preguntas para conocernos, para saber qué hacemos cada uno, preguntas sobre el idioma. Como que la palabra esposa en noruego sea kona mientras que la palabra esposo sea ekteman que significa hombre de verdad. Como la palabra kjerringa tiene diversos usos, algunos lo usan para decir mi esposa, mi pareja. A veces se usa para decir maruja o mujer mayor. Él decía que no era negativa, que era una palabra que se usa. ¿Tú dices que yo soy tu kjerringa?, le pregunté a mi pareja. No, dijo él como si el hacerlo hubiera sido descortés. Los temas iban fluyendo de la misma forma que los platos. El pescado con nueces y pasas, las patatas cocidas, la salsa de brócoli, la ensalada, las gambas en soja, el cuscús. Y luego le siguieron los dulces. El pastel de manzana, el browni, los frutos secos, el helado.


Y llegó el intercambio de historias. No hablamos de cómo descubrimos que teníamos cáncer sino de nuestros tratamientos. Lo que significaba, lo que significa para nosotras. Ella me preguntó si esta quimio me da dolor. Le dije que sí. Que yo le llamo el gigante que retuerce. Viene de vez en cuando. No es todo el tiempo. A veces viene y me retuerce la mano o los pies o la pierna o el brazo o el pecho o la cabeza. Lo aprisiona por un tiempo corto y luego se va. Creo que en el caso de ella, el gigante la retorcía más tiempo.


Llegó el momento en el que hablamos de los disgustos. Les cuento que yo intento estar contenta y que ésta última vez decidí ignorar lo que los doctores me han dicho, solo así vuelvo a estar contenta. Tengo oncólogas que cambian, oncólogas jóvenes que no saben por su experiencia sino porque lo que aparece en el ordenador, oncólogas que no me dan una información precisa, oncólogas que aprenden mientras experimentan conmigo. Les cuento que tengo problemas con el noruego, que hay palabras que aún no sé y menos terminología médica, les cuento que estoy contenta de que cada vez que tengo médico mi pareja está conmigo, así entre los dos tenemos toda la información. Les digo que yo desearía que todos los médicos y médicas me dieran una misma información. Les admito que me siento frustrada cuando escuchó posibilidades varias, cuando un médico me dice una cosa y otra médica me dice otra y aunque no sean muy distintas me hablan de procedimientos distintos en mi cuerpo que me hace sentir insegura sobre lo que pasará conmigo.



Mientras hablo me doy cuenta de por qué me enfada cuando mi pareja para calmarme me dice que no son los médicos quienes deciden sino que soy yo quien decido. Le confieso que en ese momento me doy cuenta que cuando me dice que soy yo quien decido me siento sola. Me veo en una habitación oscura con una bata, la puerta está abierta. La voz de mi pareja diciendo “no son los médicos quienes deciden”. En esa imagen en mi cabeza puedo ver a los médicos abandonando la habitación donde estoy. “Sólo tú eres quien decide”, sigue diciendo mi pareja. Mientras él dice eso en mi cabeza puedo ver que él también se va de la habitación, por la misma puerta por donde se fueron los médicos. “Sólo tú eres quien decide”, dice y en mi cabeza me quedo sola en la habitación. La puerta se va cerrando y yo estoy en el medio de la habitación. Todo se hace oscuro. Estoy sola, no veo nada, estoy a oscuras, es imposible saber si hay libros, un teléfono, a mi alrededor. Todo está oscuro y yo estoy en el medio mientras oigo una voz que me dice “Sólo eres tú quien decide”.


En entonces cuando me doy cuenta que esa frase me hace sentir sola, abandonada, pequeña. Abandonada incluso por la luz que podría iluminarme en esa habitación, que podría mostrarme lo que tengo delante, que podría permitirme ver las herramientas con las que cuento. “Tú decides”, esa frase me da un poder que no tengo. “Los médicos no deciden, cuando tú quieras puedes dejar el tratamiento, si tú quieres no te operan”, dice mi pareja. Yo pienso en mi vida, en mi cuerpo, en mi ovario en Oslo. Yo no decido que me lo vuelvan a poner. Yo no puedo ir al hospital y decir: a ver tú y tú a las cinco en el quirófano para ponerme mi ovario de vuelta. Eso no pasa. Yo no decido. Y si me niego a operarme y vuelvo a tener cáncer ¿qué pasa? ¿Puedo decidir estar viva sin tratamiento? ¿Puedo decidir que no mutilen mi cuerpo? Incluso para ser madre en un futuro los necesito. Necesito que saquen el mioma de mi útero, necesito que controlen mi nivel hormonal, necesito que me pongan de vuelta mi ovario. Los necesito.


Hablo y hablo, pongo en orden las imágenes que tengo en mi cabeza. Sujeto y predicado. Sujeto y predicado. Las imágenes se convierten en palabra que tienen orden. Cobran sentido. Ella me pregunta por qué le tengo tanto miedo a la operación. Ella cuenta que también le temía, que no quería que le quitaran su pecho izquierdo. Pero la operación no fue tan mala como pensé, dijo. Nos mostró fotos. En la camilla aún medio inconsciente, otra foto de su hijo y su hija visitándola en el hospital. Tienes que pensar a qué es lo que le tienes miedo, dice. Le pregunto por el dolor, por la rehabilitación. Ella lo cuenta todo tranquilamente, con esa calma nórdica en la que los músculos de la cara apenas se mueven aunque estén contando la noticia más dolorosa. Ella lo cuenta y me doy cuenta que no duele tanto. Me doy cuenta que no es la operación a lo que le tengo miedo. Yo sé aguantar el dolor físico. Tener un padre maltratador en mi infancia me hizo resistir al dolor.



Cuando se van me quedo pensando a qué le temo. ¿Qué me molesta de la operación? ¿Por qué la marea sube hasta el punto de querer llorar? Pienso en mi madre. Yo no estuve con ella cuando le descubrieron el cáncer. Yo estuve con ella cuando ya empezaba la etapa de la reconstrucción. Recuerdo su frustración, su enfado, su inconformidad con su cuerpo, recuerdo los intentos frustrados, recuerdo sus llantos, recuerdo la operación, la última operación. Me recuerdo preocupada, recuerdo que debía durar ocho horas y ya habían pasado 10 (¿o eran seis horas programadas y duró ocho?), me recuerdo caminando con mis hermanos en el hospital, recuerdo mi miedo a que mi madre se muriera, recuerdo mi miedo a mostrarme débil delante de mis hermanos. Recuerdo que pensé que esa operación era una estupidez ¿Por qué prefería ella esa operación? ¿Asumir el riesgo de morir por reconstruir un pecho? ¿Vale la vida un pecho? No entendía, me daba rabia. Recuerdo que quería llorar pero no lo hacía para no desmotivar a mis hermanos. Recuerdo lo impotente que me sentí, la rabia que tenía. Recuerdo. Recuerdo. Solo quiero llorar. Me doy cuenta que a lo que le tengo miedo no es la operación. Le tengo miedo a la reconstrucción.



Por fin nombro lo que me produce dolor, por fin sé por qué caen esas lágrimas. Esas lágrimas que no cayeron cuando temía por la vida de mi madre, cuando temía no motivar y/o proteger suficientemente a mis hermanos. Esas lágrimas que me negué a dejar caer porque me sentía culpable de no haber estado al lado de mi madre desde el principio, desde que se le detectó el cáncer. Un mar nos separaba. Yo en Perú. Ella en España. Un mar. Ese mar que guarda todas las lágrimas. Nombrar, decir, hablar. Las lágrimas caen, se van, volverán a esa mar. Nombrar, eso es lo que me ayuda a sacar lo que tengo dentro. Solo sacando lo que tengo adentro puedo hacer espacio a las cosas nuevas que vienen.


 
 
 

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