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Mi cita a ciegas con la psicología


Nunca antes había ido a una psicóloga. La primera vez que fui me sentí como si fuera a una cita a ciegas. Nerviosa, intentando no hacerme grandes expectativas y sobre todo manteniendo la mente abierta.


Mi primera "cita" fue el miércoles 26 de agosto. Y a falta de un psicólogo tenía a dos. A la psicóloga y a su practicante. El dos por uno. La primera sesión fue una toma de contacto. Conocernos mutuamente. Luego he tenido las sesiones solo con el practicante. Una vez por semana. Hasta ahora hemos tenido tres.


No sabía qué esperar de un psicólogo. Aunque he de admitir que mi interés por tener una psicóloga era para aprender algunas técnicas que me ayuden a controlar la ansiedad. No es que tenga la ansiedad todo el tiempo pero a veces he tenido algunos cuadros que los médicos han considerado normales debido a la enfermedad.


Una técnica. Es eso lo que yo buscaba. Algo que me ayude a controlarme para evitar que me derrumbe cada vez que leo que una mujer ha muerto de cáncer o ante otras situaciones. Después de tres sesiones aún no llega ninguna técnica pero me estoy dando cuenta que la cita a ciegas no era con la psicóloga sino con mi cabeza. La cita a ciegas que empecé hace cuatro semanas es una cita donde me permito conocer a mi mente, cómo funciona, cómo asocia las cosas, cómo entiende las situaciones y a qué le llama problema. Creo que todo el mundo debería de tener una cita con su psique. Es tan sano dedicarle una hora a la semana a analizar cómo pensamos, qué nos molesta, por qué, de dónde vienen esos sentimientos o comportamientos. Me quedo tan bien después de cada sesión.


Cuando terminé la sesión la última vez sentí como si me hubieran quitado kilos del equipaje que cargamos cada día. Me sentía más ligera. No por nada que el psicólogo haya dicho sino porque en ese espacio, en esa hora guiada por el psicólogo, pude entender por qué estaba actuando como lo estaba haciendo.


Llevo un par de semanas estresada. Del tipo de estrés que sientes en el cuerpo, del que te pone el cuello y los hombros tensos. Me sentía mal porque tengo varios proyectos aparcados, porque la combinación estudios más trabajo está siendo más difícil de lo que pensé, porque aún me siento cansada y aunque tengo más energía (mi cabeza vuela a mil por hora) mi cuerpo tiene un límite y me avisa y entonces hay que parar si o si. Frustración, rabia, ganas de hacer más, enfado conmigo misma, eso es lo que me estaba pasando en las últimas semanas. Y lo peor es que iba en crescendo.


Empecé esta sesión contándole a mi psicólogo que hace un par de semanas había leído que una mujer había fallecido a los tres años de haber terminado el tratamiento del cáncer de mama. Tenía 50 años. Le dije que me puse triste pero que a diferencia de otras ocasiones esta vez no me derrumbé como me había pasado antes. Le dije que veía eso como una buena señal. Sentía que estaba avanzando.


Seguimos hablando de otros temas, del stress, de mis proyectos aparcados, de mi rabia por no ser capaz de cumplirlos, de no tener más tiempo para llevarlos a cabo, “24 horas no son suficientes”, le decía al psicólogo. Él solo preguntaba y hacía un resumen de lo que decía. De repente llegó la pregunta que me hizo perder el habla. De repente entendí porqué la historia de esa mujer no me había derrumbado. Esta vez no me había pasado todo el día llorando como en ocasiones anteriores. La historia de esta mujer se había convertido en una orden, era como un reloj interno que con sus tictacs me recordaba que quizá me queda poco tiempo de vida, que quizá yo también vuelva a recaer como ella, que quizá solo me queden tres años de vida. Por eso el estress, por eso las ganas de querer hacerlo todo ya, por eso el sobreexigirme, por eso el enfado conmigo misma por no ser más efectiva. Lloré. Lloré por esa mujer, por todas la cosas que no pudo hacer. Esa era la orden. Hacer todas las cosas que ella no pudo hacer. Tenías los ojos cerrados pero podía ver su rostro. Una sonrisa hermosa y llena de vida. “Sana, parecía sana”, seguro que algunos dirían. Ya estaba recuperada del tratamiento. Parecía como cualquier persona, pero por dentro una maldita metástasis la estaba destruyendo. Lloré. Lloré desde las entrañas, desde cada órgano de mi cuerpo. La lloré. Lloré su muerte, lloré las muertes de todas las mujeres que han muerto por esta maldita enfermedad, lloré por el miedo que tienen todas por no saber si serán las siguientes.


“Si tú supieras que te vas a morir mañana, ¿te irías a dormir esta noche?”, le pregunté al psicólogo. Es ese el miedo que tengo. Es eso lo que me rondaba la cabeza. ¿Y si solo me queda poco tiempo de vida? ¿Quién querría dormir esa noche sabiendo que al salir el sol morirá? “Tienes que cuidar de ti”, me decía. Y yo solo pensaba que lo único que me apetecía hacer era llorar. Seguir llorando. “Entonces llora”, me dijo. Y volví a llorar. Lloraba de rabia y de dolor, lloraba porque me parecía injusto. Es injusto que ella se haya muerto. ¡Maldito cáncer! ¡Madito cáncer! ¡Te odio! ¡No te puedes seguir llevando más vidas!, pensaba mientras seguía llorando.“Esa es una forma de cuidar de ti misma”, me dijo, “tienes un sentimiento y lo expresas”, me lo dijo con una sonrisa de complicidad. Sé que él entendía mi dolor. Quizá por eso me pareció hermoso lo que dijo. Llorar era cuidar de mi misma, de mis emociones. Es tan sencillo cuidar de una misma. ¿Por qué a veces nos parece tan complicado?

Después de la sesión sentí que la tensión en mi cuello y hombros se había ido. Después de la sesión entendí como mi cerebro había leído la noticia de aquella mujer. Después de la sesión pude pensar tranquilamente sin el agobio de tener cinco cosas al mismo tiempo. (Bueno, ese es un defecto de fábrica que tengo) Después de la sesión me sentí ligera y agradecí tener esta oportunidad de conocerme. Sin duda quiero más citas con mi mente.

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