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¡No te doy mis ojos, cáncer!


Un nuevo año empieza y la jodida palabra cáncer todavía sigue en mi vida. Los efectos secundarios aún están en la mochila del día a día. Este dolor en los ojos me vino en noviembre y según el oftalmólogo debería de irse en un año. Así que estoy contando los meses.


El otoño del 2016 fue una estación hermosa y estresante. Presentaba mi obra de teatro: Las hermanas de Nora. No sabéis lo bendecida y afortunada que me sentía por esa oportunidad. Una oportunidad que nació al poco de caer enferma, porque fue entonces cuando me di permiso para hacer lo que me gustaba, para compartir las cosas que hacía, para construir las cosas que valían la pena para mi. Y es así que tras presentar mi guión a un grupo de teatro me sugirieron hacer una lectura abierta en una casa feminista en marzo. Ese día se gestó todo. Conocí a mi directora, fue un amor cultural a primera vista (A ella también le encantaba Ibsen y le encantaba lo que yo había escrito). No solo eso, ese día me enteré que un teatro estaba interesado en presentar mi obra. Teníamos nueve meses para ponerla en marcha.


Vivía una felicidad absoluta aunque estresante. De vez en cuando me visitaban unos miedos cuando algún dolor sorprendía a mi cuerpo. Los intentaba calmar con yoga y/o meditación. En septiembre empezaron los dolores de cabeza, pero no fue hasta octubre cuando se hicieron más notorios. Octubre acababa y el dolor de cabeza no se iba. Despertaba con algo de dolor, llegaba a casa del trabajo con dolor y me iba a la cama con dolor. Mi pareja y yo pensamos que era estrés. ¿Qué más podía ser? Pensábamos que el tratamiento del cáncer era cosa del pasado y mis temores de volver a recaer eran minimizados por mi pareja. El dolor debía ser del estrés. Esa era nuestra conclusión.


Un día de noviembre, el dolor de cabeza aún seguía, la directora de la obra me mandó de vuelta a casa porque le parecía que no era normal tener una reunión con los ojos cerrados. Después de un par de horas de reunión mi directora se preocupó al verme. “Tienes un ojo rojo, ¿te duele?”. Le pedí no darle importancia y que siguiéramos. Teníamos muchas cosas que discutir a solo tres semanas del estreno. La luz del ordenador me molestaba cada vez más, me obligaba a cerrar un ojo, a cubrirlo con la mano. Llegó un momento en el que le dije a mi directora que tenía que cerrar los ojos pero que ella podía seguir hablando. “Sigue hablando, que yo te escucho”, le dije, “solo necesito descansar un poco los ojos”. A la segunda vez que repetí la frase ella dijo: “Por Dios, esto no puede seguir así, vete a casa. Ya está. Se acabó la reunión”, dijo algo alterada y me pidió que fuera el médico de cabecera. Creo que ella temía que me enfermera y que no pudiera actuar el día de la presentación. Le dije que ya había ido al médico y que tras salir de su sorpresa me había mandado a hacer una resonancia magnética. Según él la descripción podría encajar en un derrame o en migraña, pero estaba claro que no lo era. Me pidió una cita para la resonancia y me dijo que tomara calmantes mientras tanto.


Seguí el consejo de la directora y me fui a casa con un dolor horrible de cabeza, sobre todo en los ojos. Llegué a casa tomé una pastilla, pese a que ya había pasado la cuota del día. Me puse a meditar. No pude. El dolor no me dejaba relajarme. Me puse la meditación guiada. No hacía efecto. La pastilla tampoco hacía efecto. Me fui a la cama y me metí debajo de las sábanas. Quería oscuridad y silencio absoluto. Mi pareja me dijo que me relajara que debía de parar de preocuparme porque le estaba haciendo daño a mi cuerpo. Él pensaba que era estrés. Me dio rabia que él dijera que yo me estaba creando esto. Yo pensaba que no estaba estresada aunque yo me decí a mi misma que el estrés era la causa de mi dolor. Si lo pensaba bien no tenía motivos para estar estresada. Pero cuando lo estaba, meditar me ayudaba. Pero ahora nada me ayudaba: ni meditar, ni las pastillas. ¿Me iba a quedar así para toda la vida? Empecé a llorar. De rabia. De frustración. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué me dolía tanto la cabeza? ¿Por qué me dolían tanto los ojos? ¿Será mi cerebro? Mientras lloraba el dolor en la cabeza se hacía más agudo. Una presión en los ojos que parecía que se iban a salir o que se iban a aplastar allí donde estaban. Intenté calmarme y dejar de llorar. Gemía del dolor. Me daba más ganas de llorar, pero el dolor volvía, intentaba dejar de llorar, gemía y así el círculo otra vez. Mi pareja llamó a urgencias.


Tuve que ir sola porque mi pareja tenía turno de noche. Llegué al hospital con gafas de sol a las diez de la noche. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar, de todas formas los tenía rojos y estaban casi cerrados. No soportaba la luz. El médico de urgencias se sorprendió de la misma forma en que lo había hecho una semana atrás el médico de cabecera. “Nunca he visto un caso como este”, oí por segunda vez. La diferencia es que ahora el dolor era tan agudo que el médico de urgencias no me podía mandar a casa.


Primero tuvo que poner anestesia en los ojos para lograr examinarlos. Y no, la anestesia no se pone con jeringa como temí cuando escuché la palabra anestesia. Son solo gotas que te ponen directamente en los ojos. Al cabo de unos minutos pude abrirlos y al rato el dolor desapareció. El médico llamó por segunda vez a otra especialista quien dijo que iría al hospital a verme. No era un caso común. La médica llegó una hora después y me hizo diferentes pruebas. Me puso colores en los ojos, me abrió los ojos con sus dedos, con una máquina, me puso unas luces destellantes, que me dejaban ciega, cambiaba de posición, me pedía que mirara para los lados, lo que me producía dolor. Me hizo unas cuantas preguntas como que si usaba lentillas, los horarios en los que me dolía, la intensidad, mi relación con la luz. Luego se lavó las manos y me dijo: “Tienes las córneas destruidas”. Lo dijo sin mover ni un solo músculo. Era como una imagen 2D delante de mí. “Una explicación podría ser la quimioterapia, pero sería conveniente que te hagan pruebas para descartar. Te voy a mandar con el especialista”, explicó mientras escribía en el ordenador sin mostrar ninguna expresión en la cara. Eso me desconcertaba. ¿Era humana? Parecía un robot. ¿O me estaba ocultando algo? ¿Iba todo bien? ¿De verdad hacía falta mandarme a otro especialista? Ella era la tercera persona que me veía. Me mandó unas gotas y cremas que debía de usar hasta que tuviera la cita con el especialista. No sé si es porque era medianoche y no quería verme de vuelta pero accedió a darme una anestesia para poder dormir sin dolor.


Después de muchos días dormí a gusto y no me hizo falta ni meditación ni yoga. Solo gotas. Y así presenté mi obra de teatro, entre gotas. Fue todo un éxito. Todavía tuve que esperar hasta diciembre para tener la cita con el especialista y para la resonancia magnética. Ambas confirmaron lo de las córneas dañadas por la quimio. El especialista me dijo que la quimio produce sequedad y uno usa el párpado desde que se despierta causando fricción con una seca córnea. Allí se produce la primera fricción, la cual se va agrabando durante el día. Necesitaré un año para que mis ojos vuelvan a producir las lágrimas como antes. En el caso de que no lo hagan entonces me hará falta una operación. ¡Maldita quimio! Nadie me dijo que era tan agresiva. Nadie me dijo que año y medio después de terminar el tratamiento seguiría jodida. Después de acabar el tratamiento pensé que me iba a sentir mejor, pero me equivoqué. ¡¡Mis dientes se vieron afectados!! ¡¡Y ahora mis ojos!! ¿Es que esto nunca va a parar? ¿Dónde está el botón? Es como un sensación de que me tomaron el pelo, de que me dieron un tratamiento del que nadie habló. Me da rabia. Rabia contra los médicos. Rabia contra sus métodos. Rabia contra la quimio. Rabia contra esta enfermedad que le cayó a mi cuerpo.

Respiro. Me calmo. Vuelvo a mi presente. No quiero rabias ni nada que genere estrés a mi cuerpo. Quiero vivir mi presente. Un presente en el que mis ojos dependen de cremas y gotas. En el que tengo todos los aparatos con poca iluminación. Todos. La luz artificial me molesta. La natural me deleita. Aquí en el norte empezamos a tener más minutos con luz. Los atardeceres naranjas y rosas me deleitan desde la ventana de mi habitación de trabajo. Y por las noches las auroras boreales surcan el cielo. Recordándome que nada es permanente. Este malestar se irá. Lo sé. Pero quería compartir este post por creo que necesitamos hablar de los efectos secundarios, colaterales o retardados -como queráis llamarlos- debido al tratamiento del cáncer. La quimio es muy agresiva. Y mantenerlo en secreto lo hace más duro.

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